Momento café

Las tardes se hacen más cortas y me da rabia ver como la luz se esconde detrás de los edificios que hay enfrente de mi balcón, cada día más pronto. Me asomo corriendo las cortinas levemente, despacio, con una mano, mientras en la otra sostengo mi café recién hecho, humeante aún.

Su aroma inunda el salón, se esparce cálido disuelto en el aire, como las hojas que caen de los árboles después de una  ráfaga de viento otoñal.

Llevo unos días con un ligero dolor de cabeza que no acaba de irse, pero que tampoco acaba de instalarse y eso me desconcierta, aturde mis ideas convirtiéndolas en un amasijo amorfo.

El café me ayuda, el otoño no.

Me gustaría que lloviera porque cuando llueve se me disipa el pensamiento, se sumerge entre las gotas y cae rendido a mis pies, las ideas chapotean alegremente sobre el asfalto con una cantinela suave o chocan en los cristales de la ventana y terminan resbalando dulcemente hasta abajo de todo, hasta el suelo y después inundan la alfombra, empapan el tejido que días después, irremediablemente, acabarán por secarse ¡todo es tan atemporal, tan efímero!

Se acabó el azúcar, volvieron los fríos.

Guardé el abanico y las gafas de sol en la caja del fondo del armario y aprovechando que me había subido a la escalera para sacarla, cogí la bufanda roja y mis guantes de piel. Es el ciclo que se repite en una rutina de estación en estación, con las mismas cosas, los mismos actos... hasta que te desmarcas. Me he comprado unos pinceles y pinturas de colores ¡quiero pintar las hojas muertas de los árboles!

Aterciopelado el sabor de mi café, que saboreo poco a poco, porque es mi momento, ese tiempo muerto, unos minutos en los que sólo estamos él y yo frente a la ventana viendo la vida pasar y haciendo planes para mañana. 

Es mi momento café.